INTRODUCCIÓN

 

 

            Tras la exposición “apasionada” que realicé, siguiendo a Lynn Margulis, sobre el origen de la vida en lo que llamamos un  Planeta Simbiótico, una de las dudas, de las “pegas”, que más insistentemente nos hicimos fue más o menos esta:

 

            ¿Queda espacio para el espíritu humano en ese planeta simbiótico?

 

            ¿Qué hay de la dimensión espiritual de la vida, la reflexión, la conciencia e incluso de la trascendencia del ser humano?

 

            Hoy son raros los científicos que duden de que el hombre actual es producto de un largo proceso evolutivo. Pero dicha idea incomoda a buena parte del gran público. Pocos son los que niegan el hecho de que su apariencia física y su estructura corporal son el resultado de la evolución, pero ¿también es así en el caso de sus estructuras psicológicas? Además, ¿es pertinente considerar nuestro comportamiento, como seres inteligentes,  desde un punto de vista evolucionista? En alguna parte he leído este inquietante planteamiento: Si un perro muere y sabe que muere como un perro y  puede decir que muere como un perro, ¿es un hombre?

 

            El problema surge cuando saltamos de la naturaleza animal, y la comparamos, a la naturaleza de ese mono desnudo, primo hermano de los chimpancés, familiar cercano de los primates y con una larga lista de parientes que se pierden en la noche de los tiempos. De cualquier forma, pienso que nuestra “dignidad” como seres  pensantes está a salvo, puesto que, a partir de un mismo potencial “nervioso”, en un mismo lapso de tiempo, los monos y nosotros hemos cumplido destinos muy separados.

 

           Me viene a la mente lo que decía mi abuela: Tú descenderás del mono, yo no.

 

            La necesidad en apariencia legítima de definir al hombre ha conducido al pensamiento occidental a un callejón sin salida. Muchos humanistas resumen admirablemente bien esta increíble situación: En el transcurso de los siglos, la ciencia ha infligido dos heridas al amor propio de la humanidad, la primera, cuando ha mostrado que la Tierra no es el centro del Universo, sino un punto minúsculo apenas concebible; y la segunda, cuando la biología ha robado al hombre el privilegio de haber sido objeto de una creación particular y ha puesto de relieve su pertenencia al mundo animal. Durante mucho tiempo los humanos nos hemos creído el centro de todo. La ciencia nos ha hecho bajar de ese trono. Sólo formamos parte del universo.

 

            A esta situación se ha llegado a partir de una larga tradición del pensamiento occidental que intenta poner de relieve una lógica del mundo vivo que, necesariamente, conduce al hombre moderno. Esta creencia se encuentra desde Aristóteles en una suerte de determinismo metafísico: la evolución de la vida está dirigida a la aparición de los seres humanos, ya que participan de una misma lógica. Desde sus orígenes, la vida sería una promesa humana. Desde Platón la tradición filosófica occidental entiende la mente como sinónimo de espíritu o alma. Descartes lleva al extremo esta idea cuando dice que la mente humana es una entidad espiritual sagrada que controla la máquina corporal.

 

            Claro, frente a esto se pueden exponer los planteamientos de otros sabios. Me viene a la memoria la famosa “navaja” de Guillermo de Ockam, monje franciscano del siglo XIV, que ya planteaba la necesidad de explicar los fenómenos de la naturaleza a partir de la propia dinámica de la naturaleza, “cortando” la tentación de explicar lo de aquí con causas del más allá. Proponía explicar la mayor cantidad de fenómenos con la menor cantidad de leyes posibles.

 

             De cualquier forma, el hecho de que tengamos, como seres conscientes, alguna esperanza de desvelar los secretos de un misterioso universo, es un don preciado que no debemos despilfarrar.

 

            "Parece casi inconcebible que nosotros, una especie de monos inteligentes del tercer planeta de una estrella insignificante en una galaxia insignificante, podamos estar en condiciones de rastrear la historia de nuestro Universo hasta el instante mismo de su aparición, hasta aquel momento en el que las temperaturas y las presiones superaban todo lo que nuestro Sistema Solar ha experimentando nunca", escribe el físico Michio Kaku, para añadir a renglón seguido que en su opinión es algo que ya se ha conseguido.

           

            Para poder plantear, correctamente, el “sitio” del espíritu, la razón y la conciencia humana, es necesario volver, no solamente, al origen y desarrollo de la vida sobre la Tierra, sino al devenir de este universo que nos acoge. En los últimos años hemos llegado a un punto en el que podemos empezar con los orígenes del universo y podemos terminar con una conversación entre seres inteligentes sobre cómo funcionan las cosas. Hacernos una idea muy precisa de todos los pasos que hay entre esos dos extremos. Ese soberbio objetivo es, nada más ni nada menos, el esbozo que quiero plantear en estas páginas.

 

            Desde mi heterodoxa formación filosófica, me atrevo a sugerir que es posible comparar el momento presente de la teoría sobre la evolución del universo y la vida con estar componiendo un rompecabezas y de pronto miras hacia el tablero y te das cuenta de que lo has terminado, tienes todas las piezas.

 

            No quiero caer en la petulancia y en la absurda soberbia de pretender decir que se comprende todo. Es cierto, todo esto es muy difícil de comprender, lo que hacemos es intentar comprenderlo desde un ángulo u otro y ver si le encontramos algún sentido, uno no espera en realidad comprenderlo del mismo modo que comprendemos el mundo diario que nos rodea habitualmente. Pero esos pequeños atisbos de comprensión son, a mi modo de ver, algo apasionante y nos hace sentir que estamos cerca de algo que es un poco mágico. Siempre tendremos que tener en cuenta que a escala de las leyes de la mecánica cósmica y cuántica los objetos materiales se comportan de manera completamente distinta a como lo hacen a escala humana, de manera que nuestra experiencia normal no nos sirve de mucha ayuda.

 

            Ciertamente, la última palabra no está dicha. Sin embargo, gracias a las ciencias físicas, biológicas y sociales disponemos hoy de completos modelos para responder las preguntas no solamente sobre el origen de nuestro pequeño planeta, sino sobre el del Universo entero, y por tanto, del espacio, el tiempo y la propia vida. La ciencia avanza porque el hombre tiene una curiosidad inherente por entender.

 

            Soy muy consciente del peligro de las simplificaciones, pero la ventaja de las ideas simples es que son claras. El inconveniente de las ideas claras es que son reductoras. Sin embargo, es interesante partir de una idea clara, antes de matizarla, para lograr que se acerque a la realidad. Como decía Víctor Hugo: "No pretendemos que el retrato que hacemos sea toda la verdad, pero sí que se le parezca"

 

            Y lo más importante; cuando hablamos de ciencia siempre debemos tener en cuenta que nos movemos en la lógica de las posibilidades, nunca en la lógica de lo necesario. Este puzzle también podía haber tenido otras fichas y otra composición. Las posibilidades de  historias de la vida tienden al infinito. En esta historia del universo y por lo tanto de la vida no caben los apriorismos, todos sabemos que uno de los criterios de fiabilidad del saber científico es el de la probabilidad, nunca el de las verdades únicas y absolutas. La ciencia avanza formulando teorías, verificándolas y reformándolas con los resultados de los experimentos ideados para comprobarlas. La ciencia en la práctica consiste en ensayar suposiciones, caminando indefinidamente en torno a ellas.

 

            Perdonadme que os hable de mi experiencia personal; de la cara de desconfianza que ponían mis alumnos cuando afirmaba, en clase, que lo único cierto es la experiencia contrastada de un hecho, fenómeno acontecido, por ejemplo la caída de una piedra, pero que la explicación de ese fenómeno es siempre provisional y revisable, por muy aceptada que esté en la propia comunidad científica, por ejemplo la Teoría de la Gravedad. Una cosa son los hechos y otra la explicación de los mismos, aunque algo habrá que exigir  a esas explicaciones para que sean científicas, para no extenderme, como mínimo coherencia, simplicidad y algo de belleza.

 

            En la ciencia hay creatividad como en la música o las artes plásticas. Inventamos un poco la naturaleza. Hay una estética en la ciencia. Elegimos lo que consideramos elegante, bello y que tiene sentido trabajar con ello.

 

             Albert Einstein nos ilustra sobre este punto cuando compara la investigación científica de la naturaleza con un “reloj” del que todo el mundo desconoce su funcionamiento y el único relojero ha muerto y no ha dejado instrucciones. De lo que estamos seguros es que el segundero, el minutero y el horario se mueven. Sobre cómo es la maquinaria se pueden establecer distintas teorías, ¡ah! se me olvidaba decir que es imposible abrir el reloj. Nos quedaremos provisionalmente con la teoría más lógica, coherente y simple pero no nos empeñaremos en mantenerla cuando cambien las evidencias o aparezca otra teoría más “satisfactoria”. Einstein, igualmente, comparaba la investigación científica con la siguiente situación: un libro del que se conoce el desenlace pero se desconoce el argumento porque no se puede leer el libro abriendo sus páginas, para saber por qué ocurrió aquello. En las ciencias no se puede “deshojar” la naturaleza, pero se pueden establecer hipótesis que expliquen el actual estado de cosas.

 

            Evidentemente, lo único que puede decirse es que este mecanismo pudo producirse o desarrollarse de esta o aquella manera, pero nunca si realmente ocurrió así.  En sentido estricto, la ciencia lo único que puede pretender es intentar dar respuesta a las preguntas, pero en ningún caso dar con la última verdad. La modestia y la humildad son innatas en los científicos, que en esto se diferencian de aquellos que pretenden estar en posesión de la última verdad.

 

            En una situación semejante se puede estar tentado de perder la esperanza de la predecibilidad, los físicos afrontan cada día situaciones  en las que el resultado exacto de un único experimento nunca puede predecirse con certidumbre. Sin embargo, podemos saber con absoluta certeza cuál es la probabilidad estadística de todos los diferentes resultados posibles. Cuando hablo de casualidades puede parecer que he abandonado toda pretensión de precisión científica. Lo que ocurre, en realidad, es que las causalidades predecibles son la base de prácticamente toda la investigación científica moderna. No está de más recordar que una simple casualidad marca muchas veces la diferencia entre la vida y la muerte; la pérdida del tren de cercanías en la ciudad de Madrid, la mañana del 11 de Marzo de 2004, cambia el futuro de una joven…

 

            Naturalmente, nuestra evolución es única; no es algo corriente. Pero nos cuesta admitir que podamos ser fruto de contingencias, aunque las contingencias no suprimen una lógica de los acontecimientos. Si la historia de la vida volviese a empezar hoy de cero sería muy posible que se desarrollara de manera muy distinta, sin que nadie pueda predecir cómo, y esto molesta a la increíble vanidad humana.

 

            Pongamos un ejemplo conocido por todos: pensemos en el final del Cretácico, hace unos 70 millones de años, un período dominado por los dinosaurios y las plantas de semillas desnudas, las gimnospermas. Un observador que desconozca la historia presente de la vida tendrá muchas dificultades para imaginar la crisis que conducirá a su extinción y más si cabe para entrever la expansión de las plantas con flores y frutos, las angiospermas, y los mamíferos. Así, sin un meteorito inoportuno o sin violentas manifestaciones volcánicas, la historia de los primates, los monos y los hombres no habrían podido desarrollarse. Nuestra evolución está, pues, estrechamente relacionada con el entorno y sus convulsiones.

 

            Este trabajo es una constante muestra de ver cómo las cosas han sido y a la vez constatar que el más leve cambio de las circunstancias, de todo tipo, nos podía haber llevado a situaciones impensables, inconcebibles. Pongamos otro ejemplo:

 

            El tipo de magnitudes a las que se refiere el principio antrópico de la Física incluye varias constantes, entre ellas, la constante “G”, que determina la fuerza gravitatoria entre dos masas cualesquiera. Si la intensidad de la gravedad fuera ligeramente mayor o ligeramente menor que su valor actual, no podría haberse desarrollado la vida (al menos la vida basada en la química del carbono). Con un valor de “G” ligeramente mayor, sólo podría existir estrellas enanas rojas, demasiado frías para permitir que, en su zona aledaña, hubiera planetas aptos para sustentar la vida. De manera similar, si “G” fuera ligeramente menor, todas las estrellas serían gigantes azules y persistirían durante un intervalo temporal demasiado corto para la aparición de la vida. Ya veremos muchas situaciones muy parecidas a esta.

 

            Estas observaciones no pretenden reducir la importancia del hombre en la historia de la vida; se limitan a recordar que sus orígenes se inscriben en el marco de la evolución de la vida. Cuando se afirma que el hombre moderno es el último de los homínidos, no se pretende insinuar que la evolución se dirige hacia nosotros, como puede hacer creer el hecho de que nuestra especie sea hoy “la dominante”. En realidad, la paleontología nos revela que somos los últimos representantes de un grupo antaño floreciente.

 

            Estamos lejos de ser el remate de una gran casa construida por la evolución. Se mantienen creencias y prejuicios que cuestan sangre, sudor y lágrimas desterrarlos del saber humano. No me resisto a presentaros algunas “perlas”:

 

            Este verano George Bush, en una alarde verdaderamente posmodernista, ha apoyado la idea de que en las escuelas públicas norteamericanas se enseñe en igualdad de condiciones la teoría de la evolución y las tesis del “diseño inteligente”, una versión maquillada de las viejas ideas creacionistas, como si de dos discursos equivalentes se tratara.

 

            El Cardenal de Viena, Christoph Schönborn, ha dicho recientemente que Roma ni acepta ni puede aceptar una evolución basada en los ciegos azares de la selección natural.

 

            En Italia, con el apoyo del gobierno de Berlusconi, los creacionistas consiguieron también que el curso pasado la teoría de la evolución no se enseñase a los menores de 14 años y, en su lugar, se alimentase la necesidad de saber de los estudiantes con mitos y leyendas de la versión bíblica de la creación del Universo.

 

            Ante actitudes como estas lo importante es ante todo tomar conciencia de nuestro lugar en la historia de la vida. Nunca debemos olvidar que una generación de ignorancia, apoyada en el mito y el fanatismo, es todo lo que hace falta para borrar del mapa el moderno y magnífico edificio llamado ciencia, construido durante más de un milenio a base de pequeñas aportaciones en dirección a la verdad y me estremezco ante el daño que puede hacerse al combinar ignorancia y poder.

 

            Si ya fue duro para la humanidad aceptar que su mundo no era el centro del universo, ser destronados del reinado de la naturaleza es algo que los seres humanos no perdonan fácilmente. En tales condiciones, ¿a quién le sorprende que, para buena parte de la humanidad, Darwin deba ser calificado con dos rombos? Muchos hoy, aunque han abandonado sus creencias religiosas, siguen aferrándose a sus creencias culturales sobre la sacrosanta naturaleza de la mente humana.

 

            Por cierto, la comparación con la religiosidad es más que una mera coincidencia. Es un tema que se será tratado en su momento, pienso defender la tesis de que es posible compatibilizar religión, ciencia, cultura y humanidad; espero mostrarlo en este trabajo.

 

            La vida, algo que todavía no entendemos en su inabarcable complejidad no es un fenómeno lineal, singular y absoluto, sino el conjunto de infinitas circunstancias que se combinan en un milagroso equilibrio, dando pulso y continuidad al latido del planeta.

Estamos comenzando a comprender que la Tierra se comporta como un organismo vivo, un fabuloso y complejo ser, formado por millares de especies, ecosistemas y equilibrios físico-químicos-geológicos y atmosféricos. Hasta los más pequeños seres tienen un papel de incalculable valor y esta es la grandeza y fragilidad de nuestro mundo. Por inagotable que parezca, la vida depende de estructuras y seres pequeños, millones de diminutos pilares que cimientan el edificio de la vida convirtiendo a nuestro planeta en una rareza estelar. Una mancha azul en la inabarcable oscuridad del cosmos.

 

            Cabe afirmar que no se puede dar una definición que abarque todos los conceptos de vida. Es posible que algún día pueda establecerse una bonita definición general de vida, una definición clara, compacta y elegante. Tan elegante y sencilla como las leyes de Kepler, que sólo necesitaron un poco de humildad y un mucho de observación para aclarar el papel que nuestro planeta desempeña en el Sistema Solar. Hasta entonces parece garantizado que la historia que viene a continuación contiene al menos el principio de la verdad.

 

            Es indudable que la materia inerte se ha transformado a lo largo de los14.000 millones de años de su historia; la materia viva ha seguido el mismo camino durante 4.000 millones de años. Y puesto que el ser humano es naturalmente un ser vivo que, en los últimos momentos, forma parte de la historia de la vida, se inscribe también en la historia de la Tierra y en la del Universo: la materia inerte se ha transformado, en parte, en materia viva, que se ha transformado, en parte, en materia pensante.

 

            Queridos amigos, admitir esta tesis no tiene que suponer admitir su necesidad, ni mucho menos, menoscabar la grandeza del ser humano. Es hora de admitir que somos una especie surgida de contingencias terrestres. De una vida que se fragua en las estrellas.