II

  

DEL ORIGEN DE LA VIDA

 

           

"El escenario del origen y la evolución de la vida que queremos presentar comienza con la formación de las primeras burbujas constituidas por membranas en los océanos primigenios. Esas gotitas diminutas se formaron espontáneamente en un entorno adecuado de agua jabonosa, siguiendo las leyes fundamentales de la física y de la química.

 

Una vez formadas, esas membranas, comenzó a desarrollarse en su espacio interno una compleja red química, que les proporcionó el potencial para crecer y evolucionar hacia estructuras autorreplicantes, mucho más complejas.

 

Todo ello hizo que surgiera un antepasado universal -la primera célula bacteriana-, del cual descendería toda la subsiguiente vida sobre el planeta...”

 

 

NUESTRA GALAXIA, NUESTRO SOL, NUESTRA LUNA…

 

 

            Pasaron los años y surgió la vida en al menos un pequeño planeta que giraba alrededor de una estrella en una galaxia espiral llamada la Vía Láctea.

 

            Si queremos entender mejor nuestro espacio vital, el planeta Tierra, comprender   la vida que en ella se cobija, debemos dirigir nuestra mirada al Universo. Ya lo hemos hecho, pero hablemos un poco más, por necesidad o curiosidad, de nuestro Sol, de nuestra Tierra, de la Luna en sus orígenes geológicos.

 

            La estrella galáctica más cercana a nosotros es la Alfa-Centauro, que se encuentra a cuatro años luz, tiene luminosidad e igual espectro que el Sol, y es posible que posea planetas capaces de albergar algún tipo de vida parecido al nuestro. Una cosa es evidente: nuestra Tierra, nuestro Sol y nuestra Galaxia no presentan ninguna particularidad especial que incite a creer que somos los únicos seres vivos del Universo. Pero, hoy por hoy la única evidencia empírica de vida la tenemos aquí.

            El Sol está compuesto de material reciclado. Pertenece al menos a la segunda generación estelar, y por tanto se formó con remanentes de viejas estrellas. Lo sabemos porque la propia estrella y el sistema planetario que lo rodea contienen elementos pesados que aún no existían cuando se originaron las primeras estrellas. Estos elementos se "cocieron" por primera vez en ellas, y constituyen el material de construcción para los planetas, que están compuestos principalmente de hierro, magnesio, aluminio, silicio y oxígeno. Incluso en los grandes planetas gaseosos del sistema, el núcleo está formado por estos elementos, y rodeado de una enorme cubierta de material estelar, hidrógeno y helio.

            A partir del disco de gas y polvo que tenía el Sol a su alrededor se formaron los planetas. Todo comenzó de unos granos de polvo que se fueron amalgamando, básicamente silicatos, formando fragmentos cada vez mayores; de vez en cuando chocaban y volvían a romperse; luego volvían a amalgamarse y así se fueron haciendo cada vez más grandes, hasta que pasados algunos millones de años algunos alcanzaron un tamaño de algunos kilómetros y no quedó casi polvo. El protosol ya no está rodeado de polvo, sino de un par de millones de estos planetesimales. Tras volver a chocar entre sí sólo quedaron los  planetas que existen en la actualidad, además del cinturón de asteroides situado entre Marte y Júpiter.

            Durante su formación, los planetas se calientan por la desintegración de elementos radioactivos, colisiones y presión gravitatoria, y se funden en su núcleo. Los elementos ligeros ascienden y los pesados se hunden en el interior, donde quedan acumulados principalmente hierro y níquel, mientras que en la corteza se depositan silicio, magnesio, aluminio y oxígeno. Así se formó también la estructura fundamental de la Tierra. Este proceso comenzó hace aproximadamente 4.500 millones de años.

            Durante los primeros setecientos millones de años de su existencia, desde su formación hasta hace unos 3.800 millones de años, la superficie terrestre bullía de calor y de energía. El Sol calentaba la superficie terrestre, sin embargo, la intensidad de la radiación solar era entonces muy inferior a la actual. Todavía el Sol era una estrella en su infancia, con poco helio, lo que se traducía en un 20 o un 30 % menos de luminosidad. Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre hoy, aportaba a la superficie terrestre menos calor que la propia radiactividad interna del planeta o que los impactos meteoríticos.

            Poco a poco, al irse enfriando el magma, algunos minerales fueron cristalizando y formando la litosfera, una delgada envoltura sólida, agrietada y rota en placas, que recubre el planeta desde entonces. De aquella época inicial apenas nos queda ninguna roca, pues las frágiles y finas placas primitivas, movidas por las corrientes del manto fluido sobre el que flotaban, se hundían repetidamente al poco tiempo de formarse. Al hundirse, el aumento de la presión y de las temperaturas derretía las rocas y reconvertían los minerales en una masa ígnea, a la vez que en otras zonas el magma ascendía y se solidificaba. El proceso de formación y destrucción de corteza era así semejante al que todavía sigue ocurriendo hoy en la Tierra, pero mucho más rápido y enérgico.

            En aquel primer eón en la existencia de la Tierra de nombre mítico, Hadeense, el clima debió ser (si alguien lo vio…) pavoroso. El planeta giraba más deprisa: los días y las noches eran más cortos. La superficie, entre sólida y viscosa, burbujeante e incandescente, estaba plagada de cráteres y de chimeneas volcánicas de las que emanaban desde el interior de la Tierra sustancias volátiles. Algunos de los gases arrojados, como el hidrógeno, demasiado ligero, se escapaban para siempre al espacio extraterrestre; otros, como el amoniaco, eran descompuestos por las radiaciones solares. A partir de los gases resultantes más pesados, que la gravedad mantuvo pegados al planeta, se fue formando la atmósfera primitiva: la envoltura gaseosa de la Tierra. Una atmósfera que era bastante diferente a la actual, carecía de oxígeno, era reductora, densa, caliente y tóxica. Cargada de electricidad y afectada por continuas tormentas. Muy húmeda y con un cielo permanentemente sucio. Una atmósfera oscurecida por las nubes sulfurosas que emitían los volcanes y por el polvo levantado tras la colisión incesante de meteoritos.

            Los choques de los meteoritos dejaron de ser continuos y ocurrían ya tan sólo en oleadas muy destructivas pero, al menos, espaciadas. Aquí y allá la superficie terrestre se fue enfriando. Con el enfriamiento, el agua líquida fue ganando la partida al agua evaporada. Las lluvias diluvianas, que caían cada vez menos calientes, fueron anegando las hondonadas de la litosfera, creando los primeros océanos. Aún, de vez en cuando, el calor de los impactos meteoríticos hacía hervir el mar, que aquí o allá podía temporalmente desecarse, pero cada vez sucedía con menos frecuencia. Con menos vapor de agua en la atmósfera —potente gas invernadero—, las temperaturas del aire bajaban.

            Y una vez que la mayor parte de la masa del agua terrestre estuvo ya en estado líquido, acumulada en unas cuencas oceánicas más estables, el planeta se buscó una nueva complicación: la vida. Hace unos 3.800  millones de años, al principio del Eón Arqueozoico, o incluso antes, aparecieron las primeras bacterias en los océanos primigenios.

            Por puro romanticismo hablemos de nuestra Luna que, aunque no lo parezca, es algo extraña. Su tamaño es cuatro veces menor que el de la Tierra: es una magnitud grande para un satélite. Además tiene una composición inusual, porque no tiene ningún componente pesado (en concreto nada de Hierro), sino materiales como los que se encuentran en la corteza terrestre. Por último, gira alrededor de la Tierra siguiendo una órbita "incorrecta", pues no gira alrededor del ecuador, como hacen otras lunas. ¿Qué nos revela esto sobre su origen? No puede haberse formado al mismo tiempo que la Tierra, porque en ese caso tendría más o menos la misma composición química. Lo más probable es que ocurriera así: la Tierra recién formada, aún incandescente, habría recibido el impacto de otro planeta del tamaño aproximado de Marte. La Tierra líquida se habría tragado la parte más grande del agresor, lo que la habría hecho crecer considerablemente. Sin embargo, el vapor producido por el enorme calor de la explosión que siguió al impacto, y que sería en su totalidad material procedente de la corteza terrestre, habría sido lanzado al espacio y se habría concentrado en una órbita, donde se habría ido condensando hasta formar la Luna.

            Si piensas que la Tierra tiene solamente una luna, estás equivocado. El segundo satélite es, sin embargo, mucho más pequeño, no fue descubierto hasta 1986, y no está reconocido oficialmente como luna. Obedece al nombre de asteroide Cruithne 3753, tiene un diámetro de entre uno y diez kilómetros, y traza una órbita elíptica que en su punto más cercano está a quince millones de kilómetros de la Tierra (unas cuarenta veces más lejos que la Luna) y en su punto más lejano  a unos 375 millones de kilómetros.