V I

 

 

DEL ORIGEN DEL ESPÍRITU DEL HOMBRE MODERNO

 

 

 

            En el Epimeteo de Platón, Prometeo descubrió que el hombre carecía de todos los dones indispensables para su supervivencia, y entonces fue cuando le dotó, además del lenguaje y el fuego, del arte, la política y la "vergüenza".

 

            A medida que fue avanzando el tiempo, los rasgos diferenciadores del hombre moderno se han multiplicado: se centró en su postura vertical, el apareamiento cara a cara, el reparto de la comida, la escritura, la agricultura, la matemática, la filosofía sin duda, la libertad y, por lo tanto, la moralidad, la perfectibilidad, la aptitud para imitar, la previsión de la muerte, la lucha por el reconocimiento, el trabajo, la neurosis, la aptitud para mentir, el debate social, la risa…

 

            La verdad es que podría terminar este trabajo, en este momento, y que cada uno saque sus conclusiones de las increíbles historias que hemos narrado. Cuanto más nos separamos de los fenómenos puramente físicos, más fácil es confundir los hechos demostrados con las hipótesis que los explican.

 

            Si profundizamos en sus bases neurológicas, hablando de los genes que posibilitan la memoria, la inteligencia, la conciencia o la espiritualidad, seremos tachados de reduccionistas y simples. Si el enfoque es político, social y antropológico  se nos dirá que hemos perdido contacto con la realidad y que eso son puras elucubraciones. Si, por último, le atribuimos un valor metafísico y trascendente, más allá de todo lo físico, material y biológico, la mayoría se callará ante el temor o el respeto a lo desconocido.

 

            Así pues, deberíamos atenernos lo más posible, sin paradoja, sin provocación, a una antropología negativa y afirmar que el hombre no puede ni debe ser definido, podría ser el único modo ético, político y científicamente conveniente de proceder. Habría que aceptar entonces que, al comienzo del siglo XXI, pensemos que el ser humano es irrepresentable: estamos delimitados por el pasado lejano de nuestra especie, el pasado reciente de nuestra historicidad y el futuro cercano de nuestra humanidad, ausencias que vuelven irrisorios nuestros esfuerzos de determinación, nuestra afirmación de especificidad.

 

            Frente a una corriente innatista -y apriorista- que afirma que hay en el hombre algo universal que precede a toda experiencia, siempre se ha alzado el empirismo, el escepticismo, el materialismo y el existencialismo,  que rechazan la idea de una esencia o una naturaleza humana predeterminada. Y la paradoja del debate contemporáneo es que el enfrentamiento entre lo innato y la experiencia se libra ahora, con el frente invertido, en el conflicto actual son los innatistas los deterministas que sostienen el "todo genético", y los empiristas y constructivistas los que ponen el acento en el papel constructivo y liberador de la sociabilidad.

 

            A pesar de todo ello, tengo una gran cantidad de información que me gustaría ordenarla y contárosla. No estaría mal comenzar por replantearnos unas preguntas anteriormente apuntadas:

 

            Como hemos dicho, la datación del origen de la mente moderna entraña una gran dificultad. En los últimos años, está creciendo el número de arqueólogos que rechazan las teorías basadas en una suerte de eclosión instantánea de la cultura, producida en parte por una mutación genética. Se propone un modelo diferente: El comportamiento humano moderno habría surgido en el transcurso de un largo período, un proceso que guardó mayor semejanza con una evolución gradual que con una revolución. O como plantea McDougall de la U. Nacional Australiana, "La mayoría de la evolución muestra una pauta en "mosaico": las diferentes características que parecen partes de una unidad en los animales vivos han evolucionado en diferentes momentos de su historia".

 

            La respuesta podría estar en no posicionarse, totalmente, ni con unos ni con otros: ni todo es determinismo genético ni, por lo contrario, constructivismo social.

 

            Los nuevos hallazgos sugieren en que la capacidad inteligente existía con anterioridad a esta época de 50.000 años pero que se manifestaba su creatividad sólo esporádicamente y cuando hacerlo suponía una ventaja evolutiva, por ejemplo, en épocas de crecimiento demográfico:

 

            Al crecer el número de individuos se acentuó la lucha por los recursos, forzando a nuestros antepasados a inventar nuevas formas de obtener comida y a recurrir a otros materiales con que elaborar sus útiles. Además, cuanto más numerosa es una población, mayor es la posibilidad de establecer contacto con otros grupos. Las cuentas, las pinturas corporales y quizá también cierto refinamiento en la elaboración de útiles pudieron significar la pertenencia a un grupo y la posición jerárquica dentro del mismo; ello habría resultado provechoso para hacerse con recursos que escaseaban. Los objetos simbólicos pudieron también servir para apaciguar las tensiones sociales; según investigaciones dadas a conocer en Septiembre de 2005, pequeñas conchas perforadas de 75.000 años de antigüedad halladas en la cueva sudafricana de Blombos constituyen uno de los primeros indicios de un uso simbólico, componente clave del comportamiento moderno. Los adornos personales y las pinturas corporales pueden haberse originado mucho antes de lo que se pensaba. Para encontrar un buen socio, conviene mantener relaciones amigables con otros grupos: por ejemplo, mediante una red de intercambio de obsequios. Ello explicaría por qué algunos de los útiles hallados en Blombos muestran tal refinamiento estético. La belleza de un arma no tiene nada que ver con su eficacia, sino con su función simbólica.

 

            Igualmente, hay que tener en cuenta que los trabajos de Etología han puesto seriamente en tela de juicio la atribución de la función simbólica únicamente a la humanidad. Los animales tienen comportamientos simbólicos, pero la desproporción entre su escasa capacidad de simbolizar y su gran potencia física explican que no se manifieste de forma suficiente este rasgo común. Hay, pues, que reconocer que se ha dado una "precultura".

 

            Pero, hay que volver a insistir, el pensamiento occidental se ha encerrado en el dualismo hombre/naturaleza. Esta misma actitud vuelve a encontrarse en el evolucionismo cultural que ha creado el concepto de "hombre primitivo". Hace más de un siglo se estableció una escala de poblaciones humanas que partía del hombre amoral y egoísta para llegar al hombre civilizado de las ciudades de Europa. Posteriormente se habló, púdicamente, de protocultura. Pero nuestras representaciones culturales siguen pesando mucho. En efecto, por ejemplo, todos los criterios sobre el atributo del hombre se han propuesto para separar el linaje humano del de los grandes monos.

 

            Cuando los grandes monos hayan desaparecido de los entornos naturales -el tiempo de una generación del hombre-, no será ya tan difícil definir lo propio del hombre: habremos sido los artífices conscientes de nuestra soledad.

 

            Por otra parte, Nietzsche apareció como alguien que, a propósito del hombre: "esa abstracción exangüe, esa ficción", había asumido con rigor la revolución darwiniana, liquidando así los consuelos humanistas de la teología, la metafísica y la moral. Hace del doble motivo: el mono antepasado del hombre y el hombre "mono de Dios", la figura de su escepticismo.

 

            De cualquier forma, visto el tema desde otra perspectiva, nos arriesgamos a zozobrar en el disparate si nos obstinamos en negar que los hombres se expresan y comunican de otro modo que los animales más inteligentes y locuaces.

 

            Seamos claros: el planteamiento comparativo, que vamos a realizar, no niega al hombre, pero muestra que comparte ciertos comportamientos con algunas especies, lo cual lleva a redefinir su lugar en la Naturaleza. El único objetivo es comprender mejor lo que somos y, si es posible, en qué somos humanos. Las observaciones nos enseñan que una multitud de lazos vivos, que se manifiestan en nuestros caracteres anatómicos, fisiológicos y de comportamiento, nos unen a otras especies. Los grandes monos y el hombre comparten estructuras neuronales y capacidades cognitivas comunes heredadas de un mismo antepasado; tratemos describir las diferencias.

 

           

HABLA, LENGUAJE Y COMUNICACIÓN

 

 

            Uno de los momentos más espectaculares de esta revolución mental y social reside en el rápido desarrollo de la imagen, la palabra y del símbolo. La mano de un Homo sapiens es la única que ha trazado la silueta de un animal, o de un ser humano en las paredes de una gruta. A partir de la llegada de los hombres modernos no dejan de sorprender el dominio de artes plásticas, la belleza y la carga emocional de las representaciones que dejan tras ellos. No representan tan solo un logro estético, sino que también demuestran por primera vez la capacidad de los hombres para comunicarse a través de representaciones, más allá del tiempo y en ausencia de los diferentes protagonistas. Es quizás en el terreno de la complejidad lingüística y de la comunicación en todas sus formas donde reside el mayor distintivo de los hombres modernos.

 

            Partamos de este hecho: El lenguaje articulado es un rasgo exclusivo del hombre. Del mismo carecen, pues, los chimpancés y otros primates. A nosotros nos ha quedado el lenguaje; ningún mono aprende a hablar por más que se esfuerce. Lo que algunos monos antropomorfos han aprendido del lenguaje de los signos representa sólo un sucedáneo. Pero veamos la línea evolutiva de ese control sutil de la laringe y la boca.

 

             Al parecer, sólo los centros cerebrales que intervienen en el habla humana, en la región de Broca, cuentan con redes nerviosas locales que facilitan la concatenación de procesos motores. Estos procesos son el requisito imprescindible para el habla. Debe añadirse -y ello reviste el mayor interés- que la regulación fina de la musculatura facial nos permite crear el tono del habla. La inteligencia motora reforzada en la cara y las manos nos hace personas. Nuestra fuerza ideatoria se origina de una inteligencia motora sobresaliente, con la que gobernamos nuestras manos y dominamos el habla.

 

            Las transformaciones de la laringe y las capacidades cognitivas que permiten producir un lenguaje -doble articulación- no aparecieron al unísono; nacieron de la evolución independiente de dos conjuntos anatómicos y funcionales:

 

            Si el hombre ha podido ser, a veces, calificado de mono desnudo, convendría compararlo más bien con mono sudoroso. En efecto, el enfriamiento de nuestro cuerpo se puede llevar a cabo esencialmente a través de la transpiración. El hecho de ser bípedo es ya, en sí mismo, un medio de protegerse de la radiación solar, pues en las horas más calurosas del día, es decir, hacia el mediodía, el cuerpo de un bípedo solo recibe una insolación reducida que afecta casi en exclusiva a la cabeza y los hombros. Esta es, sin duda, la razón de que hayamos conservado alrededor de nuestro cerebro una cabellera con funciones protectoras, mientras nuestra pilosidad corporal ha desaparecido prácticamente en beneficio del desarrollo de glándulas sudoríparas. La desaparición del jadeo ha tenido una incidencia importante: la respiración humana puede ser regulada con independencia de las condiciones de temperatura. Se trata de una característica humana muy importante, que constituye una de las condiciones necesarias para la producción del lenguaje articulado, que requiere una buena regulación y un control de la respiración.

 

            ¿Hay un gen específico del lenguaje? Siguiendo con los fenómenos anatómicos y biológicos que explican el habla articulada no está de más recordar que el año pasado, el 2004, se descubrió un gen asociado con dicha facultad. Wolfgang Enard y otros investigadores, del Instituto Max Planck y de la Universidad de Oxford compararon el gen FOXP2 con los genes equivalentes en el chimpancé, gorila, orangután, macaco y ratón, y se desprende que el gen humano FOXP2 contiene dos cambios clave en la secuencia, que han operado en el curso de la selección. Tales cambios podrían condicionar nuestra capacidad de controlar los movimientos faciales y, por tanto, desarrollar un lenguaje. La variante genética que posibilitó el lenguaje podría haberse propagado entre la población a lo largo de los últimos 120.000 años de la historia humana -en la época en la que emergió el hombre moderno desde un punto de vista anatómico-, lo que sin duda se convertiría en una poderosa fuerza de expansión.

 

            La "aptitud" para el lenguaje reposa en bases genéticas, pero la "adquisición" del lenguaje se efectúa en un contexto social preciso y se transmite de una generación a otra. Resulta innegable que el hombre posee características cognitivas que le hacen capaz de aprender el lenguaje en el curso de su ontogenia. Pero el niño no aprenderá a hablar si es aislado socialmente y sus lagunas jamás se subsanarán.

 

            El lenguaje puede definirse como un sistema a la vez comunicativo y representativo. Se basa en una convención social de que algunos sustitutos representativos, los significantes, puedan designar a otros, símbolos o realidades sustituidas, los significados. Se postula que el lenguaje es el resultado de una doble evolución, biológica y social, que ha conducido a la fusión de las dos funciones.

 

            El lenguaje nos permite transmitir la información (ideas, habilidades, conocimientos, creencias) que hemos adquirido y que ha sido prerrequisito para el desarrollo de la cultura. Mientras que la información genética se transmite de padres a hijos, la información cultural aprovecha cualquier cauce.

 

            Comunicación y lenguaje muestran un cierto número de propiedades comunes. La comunicación puede definirse  como un fenómeno social de intercambios entre dos o más congéneres. Uno de los rasgos más característicos del lenguaje atañe a la posibilidad de referirse a objetos y hechos alejados en el tiempo y en el espacio del locutor. Esto permite expresar verbalmente cosas que no tienen localización espacial o que no se producen jamás. La capacidad de designar abstracciones, y la estructura sintáctica (la combinación de palabras), son peculiaridades del lenguaje humano. Modificación anatómica y progreso del lenguaje parecen haber evolucionado simultáneamente.

 

            La comunicación es un territorio semántico creado por nuestro lenguaje. El mundo que todos vemos no es "el" mundo, sino "un" mundo alumbrado por todos nosotros.

 

 

LA INTELIGENCIA HUMANA

 

 

            Inicialmente, la inteligencia humana se expresa en el control fino de la musculatura de los dedos de la mano y de la cara. Esta sorprendente inteligencia motora habría impulsado nuestra evolución cultural.

 

            Se mantiene plenamente la misma consideración neurológica que hemos realizado con respecto a la aparición del lenguaje articulado. Los centros cerebrales que regulan los programas motores y las instrucciones para el habla y argumentaciones verbales son  los mismos. Lo sabemos desde hace unos años que los dos, inteligencia motora y habla, guardan un vínculo neurobiológico. Nuestra destreza digital y manual sobrepasa con creces las de otros primates.

 

             El  Neurobiólogo Gerhard Neuweller, nos propone que un mono jamás tocaría el piano. No dispone de la capacidad digital para pulsar, con la suficiente rapidez y precisión, las teclas en una secuencia veloz y rigurosa. En cambio, las personas incluso las legas en música, logran en muy poco tiempo que suene una pequeña melodía o un par de acordes, por no hablar de la técnica inigualable de los pianistas virtuosos.

 

            Ya lo hemos comentado, un rasgo característico del habla es el control perfecto de la musculatura que lo articula. Curiosamente, nuestra destreza con los dedos también se basa en una motilidad fina sutilísima. Nosotros regulamos la musculatura de las manos y de los brazos con mucha más rapidez y precisión que cualquier animal. Ese mayor control de la motilidad se anuncia ya entre los primates, sus dedos son más hábiles y su mímica más pronunciada. Sin embargo, no usan esa capacidad para utilizar utensilios complicados o la articulación del habla. Esta inteligencia motora, realzada, ha constituido el fundamento de nuestra evolución cultural y encierra la destreza manual que facilita el aprendizaje social y el recuerdo y, con ellos, la cultura y la técnica.

 

            Quizá sorprenda esta afirmación. Es cierto que muchos animales corren más deprisa, saltan con más agilidad o trepan con más destreza que nosotros. Para ello disponen de un aparato neuronal, con conexiones complejas, que proporciona las órdenes de movimiento y las ajusta a la situación. Este aparato ha supuesto la base evolutiva de la inteligencia motora humana específica; sobre la misma se erige nuestro dominio de la musculatura de la mano y la cara. El habla nace en la mirada, todos sabemos que los niños aprenden no sólo con el oído, sino fundamentalmente al contemplar los movimientos de la boca. Así se explica que los pequeños aprendan el lenguaje de la mímica con la misma facilidad que el lenguaje hablado.

 

            En la evolución de los vertebrados superiores, los centros mielencefálicos se van sometiendo, cada vez más, a la influencia del lóbulo frontal; en concreto, la corteza motora. En esta instancia superior de control del movimiento que se extiende, por así decir, en una banda transversal sobre la región temporal, nacen todos los actos voluntarios de los mamíferos, ya sea el salto de una fiera o el movimiento de la lengua para hablar. Sin embargo, la corteza motora sola, sin otras instancias superiores, no podría generar movimientos cabales, sino partes mínimas.

 

            En honor a la verdad, hay que decir que la corteza motora no transmite sus mensajes de manera solitaria, sino que recibe una ayuda importante del cerebelo, que se activa a través de bucles de retroalimentación, sobre todo en los procesos temporales de precisión que requieren las secuencias motoras complicadas. Se va preparando algo nuevo por entero, una conquista que empieza a modificar ya en muchos aspectos el comportamiento de los primates y que termina por adquirir máxima relevancia en la especie humana. En efecto, desde el lóbulo frontal hasta la médula espinal se establece una vía rápida y directa que evita los centros motores mielencefálicos: la vía cerebroespinal o piramidal (este nombre se basa en el aspecto característico de una parte de la vía en un corte transversal). Aproximadamente la mitad de sus fibras neuronales procede de la corteza motora y la otra mitad, de la región premotora.

 

            Por otra parte, todos sabemos que la inteligencia simbólica es la capacidad de abstracción que tiene la mente humana de construir objetos mentales en los que sólo se presentan rasgos comunes de una multiplicidad de objetos.

 

            Los neurobiólogos chilenos Maturana y Varela proponen en su titulada Teoría de Santiago una interesente concepción de la inteligencia que por una parte atribuye la cognición a todo ser vivo y por otra diferencia la capacidad inteligente según la especificidad del individuo.

 

            Intentemos decir algo de ella:

 

            Es entender cómo la inteligencia humana, con su pensamiento abstracto y sus conceptos simbólicos, emergen del proceso cognitivo común a todos los organismos vivos.

 

            Es la identificación de la cognición con el proceso de la vida. Las interacciones de un organismo vivo, con su entorno son interacciones cognitivas y  está asociada a cualquier nivel de vida. Luego la mente no es una sustancia, sino un proceso. Incluso nos podríamos remontar a hechos exclusivamente físico-químicos como que “el aceite y el agua no precisan neuronas para repelerse mutuamente".

 

            El cerebro es una de las estructuras específicas mediante las cuales se realiza este proceso, pero no es la única. La relación entre mente y cerebro es una relación entre proceso y estructura y el cerebro no es la única estructura. Sólo será la experiencia vivida conscientemente, la autoconciencia que se desarrolla en determinados niveles de complejidad cognitiva, la que requiera un cerebro y un sistema nervioso superior.

 

            En definitiva, la cognición es el alumbramiento de un mundo mediante el proceso de vivir. Vivir es conocer. Es una de las intuiciones más profundas y arcaicas de la humanidad.

 

 

INTELIGENCIA Y CULTURA

 

 

            Pero no todo es herencia neurológica es nuestra inteligencia. El desarrollo del pensamiento abstracto, los axiomas y primeros principios de los que parte nuestro pensamiento discursivo, hoy en día, se pone en duda que sean producto de la herencia neurológica y que tengan un desarrollo idéntico en todos los humanos. Nuestro trasfondo cultural no sólo determina qué pensamos, sino también cómo lo pensamos. El hecho es que investigaciones más recientes permiten confirmar esta versión; prueban que incluso los procesos mentales básicos portan el sello de la cultura. (Takahiko Masuda y Richard Nisbett, Universidad de Michigan 2002).

 

            El maestro japonés de Zen propone que quien busca la inspiración, para resolver un problema, sólo puede ver la solución si deja de reflexionar sobre el tema. ¿Desconcertante? En China forma parte de la tradición espiritual el trato con las contradicciones. Hace ya más de 1.000 años que los discípulos del Zen le daban vueltas a enigmas paradójicos, los llamaban Koan: “¿Cómo suena el aplauso de una sola mano?”

 

            La causa de la percepción occidental, orientada al objeto, se halla presumiblemente en la milenaria tradición filosófica de la Grecia Clásica, al tiempo que,  en cierto modo como proyecto opuesto, surge la tradición oriental holística y, desde una óptica científica, no menos eficaz.

 

            Las culturas occidentales están profundamente influenciadas por la Grecia clásica, donde se originó la idea de la "libertad individual". Los atenienses opinaban que cada uno podía determinar en gran parte sus acciones y que la sociedad se constituía por individuos independientes y libres. Se fomentaba la discusión pública. Debemos también a los griegos las bases del pensamiento "científico". Supusieron que se podía alcanzar el conocimiento clasificando el mundo real en categorías y comprendiendo las regularidades causales entre objetos. Por ese camino llegaron a modelos refinados de física, geometría axiomática, lógica formal y filosofía racional.

 

            Pero si atendemos a la cultura de la antigua China, nos encontramos, en muchos aspectos, con un proyecto opuesto. Los chinos preferían ver al hombre integrado en una red polifacética social: de la familia, la comunidad local y del país. La conducta individual no se dirigía a las preferencias personales, sino a las expectativas de los otros. A diferencia de la Grecia clásica no se valoraba el debate público; antes bien, se le desaprobaba como una vulneración de la armonía social.

 

            La sociedad de la cultura china era, desde el punto de vista de la producción técnica, muy superior a la de la Grecia clásica. Las destrezas alcanzadas y los inventos (como el desarrollo de la brújula magnética, la técnica de la imprenta, la carretilla o la invención de la porcelana) no surgieron tanto de una formulación de modelos y teorías científicas y su posterior comprobación como de tanteos intuitivos.

 

            Los chinos construyeron menos modelos formales que los griegos sobre el mundo natural, los objetos y sus relaciones causales. Los chinos no disponen de un concepto de "naturaleza" separado y distinto del de ser humano. En tanto que los modelos abstractos "científicos" de los griegos debían satisfacer las leyes de la lógica formal, los chinos creían en la validez simultánea de los enunciados paradójicos.

 

            En la cultura occidental, Aristóteles reducía a la distinta naturaleza de las cosas las propiedades del Ser. Los chinos, en cambio, tenían ya en la antigüedad la idea de que hay que explicar el comportamiento de las cosas no sólo por sus cualidades, sino también por su relación recíproca con fuerzas del entorno. (Leyes mecánicas, que no se consideran en Occidente hasta la llegada del Renacimiento). Así, conocían ya el magnetismo con el que comprendían, como causadas por la Luna, las mareas.     

 

            La forma oriental de la dialéctica podía compendiarse así: sólo cuando se soporta la simultánea corrección de contradicciones puede reconocerse la verdad. En ningún otro símbolo cultural se expresa mejor esta actitud que en el dibujo del Ying y Yang, en el círculo que se forma por la reunión de la mitad clara con la mitad oscura.

 

            Es muy interesante el análisis comparativo de las leyes lógicas del pensamiento, según se planteen en Oriente u Occidente, que realiza Ulrich Cuneen, Profesor de Psicología:

 

            Aristóteles presupone unas reglas lógicas que en la Grecia Clásica se admitían ya como verdades absolutas:

 

Ley de Identidad: A es igual a A. Toda cosa es idéntica a sí misma.

 

Ley de no Contradicción: A no es igual a no-A. Ningún enunciado puede ser a la vez y al mismo tiempo verdadero y falso.

 

                        Ley de Tercio excluido: Todo enunciado es o verdadero o falso. No hay término medio

 

            Esta leyes nos parecen a nosotros como dadas por la naturaleza; pero, ¿realmente lo son? Formularlas fue, sin duda, un logro cultural extraordinario.

 

            En contraposición, se desarrolló en China el pensamiento dialéctico oriental: la dialéctica oriental acepta las contradicciones, pues sólo por ellas se reconocerá  la verdad. Y esto no es la dialéctica platónica como arte del debate, ni la superación en una síntesis resolutiva de las contradicciones según Hegel.

 

            La sabiduría oriental propone los siguientes axiomas:

 

Principio del Cambio: La realidad es un proceso en cambio constante.

 

Principio de Contradicción: puesto que lo único constante es el cambio, también la contradicción es constante.

 

Principio del Holismo: Dado que todo cambia constantemente y está en contradicción, no se entiende nada en la vida humana ni en la naturaleza con independencia una de otra. Todo se halla en mutua dependencia.

 

            Cierto que en ambos grupos culturales se presentan expresiones analíticas y dialécticas, pero el listado chino contiene casi el cuádruple de dichos planteamientos dialécticos que el occidental.

 

            En conjunto, estos estudios constituyen una prueba inequívoca de que la cultura influye profundamente en nuestra forma de pensar. Afecta a la mera percepción así como a fijar las causas de los fenómenos observados, a la deducción o a la construcción y valoración de argumentaciones.

 

            De cualquier modo, parece más que prudente admitir que los miembros de las culturas occidentales y orientales pueden pensar analítica y holísticamente, si bien espontáneamente lo hagan con una frecuencia distinta. Por otra parte, las diferencias observadas en las operaciones fundamentales del pensamiento no entran en contradicción con las consideraciones pertinentes a la evolución biológica.

 

            El cerebro reacciona con flexibilidad ante los estímulos del entorno. Más aún: está realmente orientado a la influencia de la experiencia. El cerebro, que, en buena medida, se desarrolla fuera del claustro materno, se muestra muy sensible a los influjos externos, culturales incluidos. Hay quien habla de un "cerebro cultural", que permanecería flexible, hasta cierto grado, durante toda la vida.

 

 

CONCIENCIA

 

 

            El hombre tiene conciencia. Surge en el curso de su propia vida, pero también en el transcurrir de la historia de la vida. La llegada de la conciencia se realiza como una metamorfosis: es el efecto mariposa, un batir de alas neuronal que nos transporta a un mundo de inteligencia, de representación y de demencia. Sugerente metáfora que nos propone Boris Cyrulnik, Neuropsiquiatra y profesor de la Universidad de Toulon.

 

            Nuestra conciencia es una evidencia... Tengo mi propia identidad. Soy quien origina y controla mis actividades corporales y psíquicas; emociones, afectos y necesidades fisiológicas y los deseos, pensamientos, intenciones y actos voluntarios… ¡Ah! y nos experimentamos como centro del mundo

 

            No intentemos delimitar más su caracterización, nos expondríamos a “precipitarnos” en cuestiones filosóficas: ¿Cómo sabemos de verdad que pensamos nuestros propios pensamientos y no, tal vez, los pensamientos de otros? Quizás la hormiga en el bosque se figure también que es el objetivo y el fin de la existencia del bosque, como hacemos nosotros con nuestro universo. Es verdad que, en general, estoy seguro de que soy yo quien percibe, piensa, siente y actúa. Pero eso no significa que sea necesariamente así. Las respuestas clásicas a este tipo de preguntas ya se encuentran en la filosofía de los Dualistas y Monistas. Desde los sueños literarios de Calderón de la Barca, a las armas de destrucción masiva en Irak, según el presidente Bush.

 

            En la película española “Princesas” se reconvierte el pensamiento cartesiano de Dudo luego pienso, pienso luego existo, por este otro Existo, si soy pensado por otro.

 

            A pesar de todo, podemos preguntarnos: ¿Cómo se forma la conciencia? En realidad surge progresivamente en el mundo vivo. Aparece en nosotros en un proceso neurobiológico de la información justo en el momento en que llegamos a hacer signos y a hablar. El hombre, gracias a la palabra, es un virtuoso de la conciencia consciente.

 

            Ser humano es existir en el lenguaje, e incluye la reflexión y la conciencia. Al saber que sabemos nos damos a luz a nosotros mismos.

 

            Esta manera de abordar el problema de la conciencia en el mundo vivo descalifica la dicotomía entre hombre y animal. La noción de metamorfosis parece la más indicada. El efecto mariposa de la palabra metamorfosea la condición humana. El signo de la palabra, al modificar el modo de aprehender el mundo y al crear un universo en donde la palabra se percibe en el lugar del mundo no percibido que ella representa, inventa otra naturaleza. Ya estamos familiarizados con la emergencia de creativas e innovadoras estructuras cuando la vida se encuentra en “puntos de bifurcación” evolutivos.

 

            Se trata de demostrar ahora que la metamorfosis - paso del estado larvario de la oruga al imago de la mariposa- se inicia con la transformación de las imágenes en palabras; que el sueño, que aparece muy pronto en el mundo vivo, el reconocimiento de uno mismo en un espejo y la posibilidad de identificar las estructuras de parentesco de los rostros exigen un sistema nervioso evolucionado, permiten describir este paso de las representaciones de lo real a las representaciones de las representaciones. Lo cual vuelve a afirmar que el paso de un mundo a otro comienza en el mundo animal para reunirse en un mundo humano.

 

            Como otros animales, nosotros solo podemos alimentar representaciones del mundo a partir de los objetos a los que somos sensibles. Pero, como seres hablantes, los humanos se vuelven sensibles a representaciones verbales no percibidas, por lo que su condición biológica es diferente, puesto que un objeto sonoro percibido arroja luz sobre otro objeto no percibido y nos hace sensible a él, esté fuera de contexto o sea virtual. Este objeto representado verbalmente provoca una toma de conciencia.

 

            La narración verbal de la exploración de ese mundo interior, infinito, intenso, imposible de percibir pero reconocido por todos, se encuentra probablemente en el origen de la toma de conciencia de que hay un alma en cada uno de nosotros. La conciencia compartida, la que implica la subjetividad, la exploración del mundo invisible de las almas, nació en el momento en que dos hombres pudieron inventar la convención del signo y contarse sus sueños.

 

            Así pues, la conciencia es el resultado de una marcha que parte del mundo de la percepción para evolucionar hacia el de la abstracción. La conciencia gráfica es más perceptual, no ajena a los grandes monos, mientras que la conciencia compartida es más refleja, parece constituir lo propio del hombre.

 

            Si se admite que la marcha hacia la conciencia abstracta se construye a partir de conciencias empíricas, cabe afirmar entonces que el andamiaje de la conciencia se apoya en el terreno de las percepciones para elevarse hacia el cielo de las representaciones. No se puede lograr la efectividad de la palabra hasta que dos mundos íntimos, utilizando la convención del signo, crean la posibilidad de que exista una intersubjetividad.

 

            Es probable que el surgimiento de la conciencia perceptiva, representaciones del mundo, necesite cierto tipo de cerebro. Especies muy numerosas poseen dicho cerebro, pero para tener acceso a la conciencia compartida, la que permite vivir en un mundo de representaciones inmateriales, hay que bañarse en las otras conciencias, expresadas por gestos, mímicas, símbolos y narraciones.

 

            A partir de ahora se ha cumplido la metamorfosis. Podemos volar hacia las representaciones no materiales del mundo impalpable de la espiritualidad. Lo experimentamos como una evidencia, hasta el punto de que adaptamos a ella nuestras decisiones. Es una representación semántica que dicta desde ahora nuestras conductas en lugar del cerebro.

 

            Para comprender un fenómeno inmaterial, para representarse un estado imposible de percibir, para pasar de la cosa percibida a la representación no percibida, en suma, para pensar en la metamorfosis de las conciencias, la muerte proporciona una excelente ilustración.

 

            La representación mental del otro mundo es frecuente. El hombre se construyó un mundo en el que, después de la muerte, la vida continuaba en un más allá.

 

            Para realizar esta actividad intelectual casi mágica son necesarias tres condiciones: un cerebro capaz de descontextualizar el tiempo (de representarse el pasado y el futuro), un desarrollo psíquico que permita acceder a la conciencia de lo invisible, y una cultura que dé forma a un mundo del más allá.

 

            Los seres capaces de esta actividad gestual e intelectual poseen una herramienta mental que con la “debilísima” energía del soplo de la palabra basta para colocar en miles de conciencias una cantidad ilimitada de mundos representados. Pueden de este modo tomar conciencia y experimentar mundos mentales narrados, compartidos e imaginados hasta el infinito. Entonces todo resulta posible. El arte nos maravilla, las divinidades nacen y la locura acecha.

 

            Esta tendencia a habitar los mundos virtuales que fabricamos explica que la trascendencia, el arte y la espiritualidad metamorfoseen nuestras percepciones, sin las cuales nos veríamos sometidos a la “animalidad”. Gracias a su progreso, los hombres llegan a ser capaces de habitar los mundos creados por sus representaciones.

 

             Los hombres refuerzan estas representaciones mediante obras de arte y narraciones. Estas divagaciones de la conciencia alcanzan su paroxismo en el caso de los delirios colectivos, durante los cuales la conciencia individual se somete bajo el yugo de una sola imagen, de una sola narración, de un solo hombre. Así aparecen las morales perversas. Así pues, nuestras representaciones se hallan a la vez en el origen de obras de arte maravillosas y de terribles crímenes colectivos. Se trata de una especificidad humana.

 

            La conciencia que surge en nosotros es un proceso biológico entre un organismo y su entorno, mientras que la toma de conciencia es un proceso verbal y afectivo que resulta del encuentro con otra conciencia. No obstante, estos procesos de naturaleza diferente, conocen lo que hemos denominado una "continuidad metamorfoseada".

 

            El modo actual de abordar el problema es muy integrador. Hace aparecer la conciencia como un andamiaje cuyos componentes elementales son las sensaciones. Por ejemplo, el dominio de la palabra en el curso del tercer año del desarrollo del niño cambia el origen de la conciencia; a partir de entonces es provocada por las representaciones que desencadenan emociones que, a su vez, entrañan otras representaciones. En este estadio de la evolución de las especies y del desarrollo de los niños, las conciencias se encuentran, se comparten, se enfrentan y crean el mundo de las intersubjetividades.

 

            Así pues, se podría concebir una conciencia sin palabras que surgiría de la materia cerebral. Los chimpancés toman conciencia de su identidad al verse reflejados en un espejo. Los niños antes del aprendizaje de las palabras (vigésimo mes) y los animales tendrían acceso a esta conciencia hecha de significados percibidos y representaciones sensoriales. Después, nuestros niños conocen esta metamorfosis, una especie de novedad evolutiva les abriría la vía de la conciencia compartida, la que necesita compartir mundos íntimos gracias a una convención de signos gestuales y vocales. El proceso de la conciencia sería así el de una continuidad metamorfoseada.

 

            Como hemos visto, no parece razonable considerar que todo lo que hay que decir acerca de la mente y la conciencia encaje con el lenguaje de la neurología al hablar acerca de las células (potenciales de membranas, sinapsis, neurotransmisores, etc.) No hay, por el momento, peligro de que se vaya a cumplir la rotunda afirmación de la Alicia de Lewis Carroll: "No eres más que un montón de neuronas".

 

            Lo que si parece innegable es que frente a su conciencia del mundo, el hombre ha podido creer que era la conciencia del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

ÉTICA Y RELIGIÓN

 

 

            Desde Aristóteles a Thomas Huxley, la moral se erige como una virtud que distingue al hombre del resto del mundo animal. Ha llegado a ser casi inmoral considerar que las nociones de bien y mal hayan podido surgir en el curso de la evolución.

 

            La filosofía, la teología y la ciencia constituían las tres dimensiones del espacio conceptual de la Revolución científica, dimensiones que coexistían en la obra de Kepler, Galileo y Newton. Por una razón poderosa quienes trajeron la Revolución Científica se proponían poner la ciencia al servicio de la comprensión de la obra de Dios, para erradicar la ignorancia y la superstición.

 

            Posteriormente, parece incontrovertible que la ciencia, la reflexión teológica y el comportamiento moral han atravesado momentos de tensión. Apoyada en este dato, existe la idea generalizada de que la ciencia empírica avanza a medida que va arrebatando dominios hasta entonces privativos de la teología. La ciencia en sus diferentes asignaturas parece que en lo referido a la Ética nos asemeja, cada vez más, con el comportamiento de los grandes monos (chimpancés), y en lo relacionado con el hecho religioso nos arrebata a Dios. Muy pocos terminan por descubrir que no necesariamente tiene que plantearse en esos términos.

 

            Puede mantenerse el carácter de originalidad humana, tanto en lo Ético como en lo religioso, sin tener que negar o ignorar los últimos descubrimientos científicos en sus diferentes áreas; astronomía, neurología, antropología… Intentemos mostrarlo.

 

            El estudio de las sociedades de los monos y los grandes monos revela comportamientos -reconciliación, consuelo, mediación, reparto, reciprocidad- sobre los que puede construirse una moral.

 

            Durante mucho tiempo, asumiendo el aforismo " la lucha por la vida", los biólogos se limitaron a contemplar el mundo animal como el escenario de la competencia. Este aforismo ha conocido un éxito extraordinario. En la actualidad se dispone de numerosas pruebas que indican la existencia de colaboración entre los animales. Se ha reconocido que estos últimos pueden ayudarse los unos a los otros y que de este modo logran obtener beneficios colectivos que sobrepasan las ganancias  a corto plazo que proporciona la competencia inmediata. En los primates, no humanos, ello se traduce en reglas sociales complejas donde el dominio y la fuerza se moderan mediante la negociación  y la formación de redes de ayuda mutua. En consecuencia, un individuo evitará agredir a un aliado por un motivo menor, aunque esté seguro de vencer, a fin de no poner en peligro su relación.

 

            La prevención y la resolución de los conflictos de intereses movilizan actitudes como la reconciliación, el consuelo y la mediación, la reciprocidad y el reparto. Estos elementos son necesarios para la moralidad en la medida en que su existencia indica un "voluntad y capacidad de buscar soluciones comunes a los conflictos".

 

            En el plano de las emociones están el apego al otro y la comprensión de sus necesidades, la aptitud para ajustarse a ellas y, si llega el caso, la capacidad de empatía, facultades todas ellas susceptibles de dejar en suspenso los intereses a corto plazo del individuo y de trabajar al servicio del bien común.

 

            Si bien lo propio del hombre es definirse como un ser moral, no es menos cierto que varias de las actitudes sociales y cognitivas en las que se basan sus comportamientos morales han precedido a la aparición de nuestra especie en el planeta. Los sistemas morales complejos observados en el ser humano se han construido a partir de esta "materia prima". La reutilización y la transformación de caracteres ya existentes para formar otros susceptibles de responder a nuevas funciones representa un mecanismo fundamental de la evolución de las especies.

 

            A pesar de todo se puede afirmar que la construcción de un sistema moral humano constituye un producto de la evolución cultural y no, exclusivamente, de la biológica. En este sentido el orden ético-social no puede entenderse en el chimpancé más allá de las relaciones privadas, mientras que en el caso del ser humano las normas se explicitan y se elaboran en el espacio público.

           

            En este aspecto, la moral no puede atribuirse a seres desprovistos de un lenguaje simbólico elaborado. (Semejante discurso lo hemos planteado con motivo de la emergencia de la autoconciencia.) Desde el momento en que la representación de la palabra permite la expresión de mundos íntimos, el comportamiento moral del ser humano puede fundamentarse en principios como la verdad, la justicia o la belleza.

Moral privativa y exclusiva del ser humano.

 

            En lo referente a la relación entre ciencia y religión, todos hemos oído, alguna vez, que la teología retrocedería, primero, con el advenimiento del heliocentrismo copernicano, que sustituyó al geocentrismo; luego, con la teoría darwinista de la evolución de las especies a través de la selección natural, que minaría la concepción de la creación individual de cada especie "ab inicio", hombre incluido; más tarde, la eternidad del mundo que destruiría la idea de un universo finito en el origen y en su terminación; y, por fin, la disolución del yo, de la conciencia, en unos correlatos neuronales.

 

            Los neurólogos rastrean el sentido de lo divino en el cerebro. ¿Qué sucede en el cerebro en los instantes de la más profunda meditación? La experiencia religiosa,  parece que se refleja en un proceso mental. La vivencia religiosa se experimenta con una fuerte inmediatez. Jeffrey Saber, neurobiólogo de la Universidad de Los Ángeles, sitúa en el sistema límbico el desencadenante de las experiencias religiosas. Esta región del cerebro relaciona las vivencias con nuestro mundo de emociones. En experiencias religiosas intensas, el sistema límbico se muestra especialmente activo y confiere un peso considerable a la vivencia.

 

            Sin pretensión de darle valor de verdad científica, me remito al conocido planteamiento, en los albores de la neuropsiquiatría, de considerar a la epilepsia como “una enfermedad sagrada”. Parecía haberse observado que los epilépticos del lóbulo temporal eran muy propensos a los estímulos religiosos. ¿Son enfermos los fundadores de religiones? ¿Pablo de Tarso pudo ser un epiléptico y su famosa conversión un episodio de esta enfermedad?

 

            Sin  embargo, eso sólo confirma que existe una relación entre el cerebro y las vivencias religiosas; absolutamente nada más. Las afirmaciones sensacionalistas del tenor de " la sede de lo divino se halla en el lóbulo temporal" no hacen más que dañar la propia imagen de la ciencia y la investigación neurológica.

 

            Con respecto a la interpretación del hecho religioso como puro fenómeno social son muy variadas las lecturas que se pueden hacer: ¿Por qué las convicciones, prácticas e instituciones religiosas constituyen, en todo el mundo, un componente básico de la sociedad? Aparentemente la antropología tiene razones para justificar que cazadores y recolectores compartan en grupo los alimentos, pero es más difícil saber por qué los queman en un altar.

 

            Los arqueólogos aseguran que el hombre recurre siempre a expresiones rituales. Toda cultura conocida practica algún tipo de religión. Ni siquiera la marcha triunfal del racionalismo científico de los últimos siglos ha cambiado el patrón general: el 90% de los estadounidenses cree en Dios; más de dos tercios, en una vida después de la muerte y alrededor de un 60% en el infierno.

 

            La conducta ritualizada sirve para la comunicación dentro de la propia especie. Los rituales religiosos refuerzan la lealtad en el seno del grupo. "Me identifico con el grupo y creo en lo que el grupo defiende". ¡Con prueba de dolor o abnegación, mejor!

 

            Se ha llegado a hablar del "Mercado de las religiones": Las iglesias que exigen mucho de sus miembros conocen una mayor afluencia de inscritos. Testigos de Jehová y mormones tienen una tasa de crecimiento excepcional.

 

            ¿Por qué muchas religiones exigen a sus adeptos sacrificios personales del tipo de prácticas diarias, castidad, donativos e incluso la plena renuncia a la propiedad?

Para algunos antropólogos la razón estribaría en que esas exigencias las hacen fuertes.

Es difícil comprender el sentido de estas conductas. ¿Por qué invierte nuestra especie tanto tiempo y energía en actividades dolorosas o, al menos, desagradables? Según parece, un grupo se asegura un nivel de entrega de sus miembros tanto mayor cuanta más restricción les impone.

 

            Las prácticas religiosas excepcionales y la energía invertida condicionan el éxito de la religión como estrategia cultural. El fundamento de todo grupo reside en la cooperación provechosa de sus miembros. Para mantener la cooperación, se requieren, pues, mecanismos sociales que eliminen los comportamientos parasitarios. Quien se identifica con una determinada comunidad de creyentes, adquiere una serie de obligaciones que desalientan a quien no se identifica con las enseñanzas de ese credo. Ello ahorra al grupo complicados mecanismos de vigilancia que serian necesarios para excluir a los individuos parásitos.

 

            Por otra parte, parece que los conceptos espirituales se graban con más fuerza en la memoria que las ideas seculares que mueven a otras instituciones y, por tanto, se transmiten mejor. La fe en un mundo trascendente parece que es decisiva para una disposición duradera a cooperar. Probablemente la religión ha contribuido siempre a la cohesión de sus fieles. Por desgracia, esta solidaridad tiene también sus lados sombríos, como se manifiesta en la violencia de los grupos integristas y fundamentalistas.

 

            A pesar de estas consideraciones, las correlaciones neurológicas de la religión, incluso sus funciones sociales, se quedan cortas, insuficientes, para explicar el hecho religioso. Los creyentes piden una realidad propia para su fe. La relación con Dios sin otras connotaciones.

 

           

CULTURA, RELIGIÓN Y CIENCIA

 

           

            Malinowski, sostuvo que las religiones nacieron de las "tragedias reales de la vida humana, del conflicto entre los planes humanos y la realidad": la fe puede mitigar nuestro miedo a la muerte o ayudarnos en la búsqueda del sentido de la vida. Esto puede ser así, representan a los que abogan por la tesis de la "independencia", los que confinan religión y ciencia a sendos compartimentos estancos, distintos y complementarios. La ciencia se ocuparía del cómo operan las cosas del mundo y descansarían en datos objetivos y públicos, en tanto que la religión se ceñiría al ámbito de los valores y al significado de la vida personal. No habría conflicto, pero tampoco una interacción constructiva entre ambos dominios;  cada uno posee sus propios métodos y su lenguaje genuino.

 

            Igualmente que puede plantearse una nueva dimensión en la que “el ser religioso” sea una opción libre y voluntaria, y en la que ciencia y religión no tengan que ser incompatibles. Nos encontramos en una fase de apaciguamiento social e intelectual sobre este tema, salvo los que se empeñan en situarse en los arrabales de la radicalidad.

 

            Todo se puede leer, aunque no necesariamente, en clave religiosa:

 

             El Big-bang, como una singularidad en un espacio-tiempo continuo y cerrado sobre sí mismo; de ahí puede partir, sin limitarse a esa hipótesis, la actual reflexión teológica sobre el "fiat" bíblico.

 

            De hecho se trata de revisar el momento de la intervención de la causa última. En este sentido, el mejor sabio no está a mejor nivel que el peor teólogo; se ha trasladado simplemente el centro de gravedad desde el origen de la vida al origen de la materia.