La sociología de género ha concentrado casi todos sus esfuerzos hasta hace poco en analizar al sexo femenino y el papel injustamente subordinado que ha tenido que interpretar. La artificiosidad en la que se fundamenta el amplio espectro de relaciones y roles de género sesgadamente establecidas, no hace difícil que encaje la jerga teatral como metáfora del enorme conjunto de elementos de representación en el que el ser humano, tanto hombre como mujer, deben "dramatizar". La vida en sociedad es una casi continua representación de un personaje que el actor social debe escoger entre solo dos papeles, los que la concepción de género patriarcal impone: masculino o femenino, cada uno con sus estereotipos.

Ante un público que más que admirar una obra artística ha sido programado para vigilar y castigar -en términos faucoultianos- el varón también debe “encandilar a la crítica” y para ello reunir en su actuación atributos asociados a su categoría sexual.

En el marco de los estudios de género, las masculinidades están diluyendo la unívoca relación género-mujer, no desde una actitud de oposición, sino desde la cooperación teórica con el feminismo, emergiendo con fuerza en un intento de desentrañar los resortes de la complejísima ficción de una pieza teatral que atraviesa todas las relaciones sociales conocidas.